Ucrania, cuatro años después del Maidan: los cambios cuestan más que la revolución
Pocos países han sido tan fértiles en revueltas y tan poco fructíferos en cambios como Ucrania. Pero poco a poco, algunas cosas empiezan a mejorar pese a una guerra que no termina
Una mujer deposita flores en un monumento dedicado a las personas que murieron durante la revuelta del Maidan en 2014, en Kiev, el 20 de febrero de 2014. (Reuters)
Una mujer deposita flores en un monumento dedicado a las personas que murieron durante la revuelta del Maidan en 2014, en Kiev, el 20 de febrero de 2014. (Reuters)
La palabra Rusia nunca había cotizado tan bajo en esta antigua república soviética llamada Ucrania: bancos rusos y centros culturales del país vecino son apedreados con frecuencia, los gentilicios rusos pierden su sitio en el mapa, la política se envuelve en la bandera e idioma ucranianos, intentando en vano rebajar el tono de los contrastes del país. Cuatro años después de la revuelta de Maidan en Kiev, Rusia es una extraña, pero Europa no queda tan cerca como se esperaba.
Ucrania no puede haber tenido más revoluciones y menos cambios. Las élites empresariales han sobrevivido a los líderes políticos, que a su vez se reencarnan en élites a la espera de una segunda o tercera vida.
Casi nadie recuerda que hubo un primer Maidan en 1990, cuando estudiantes descontentos con la mayoría comunista en el parlamento tomaron la plaza central, que desde entonces da nombre a cada nueva revuelta. Ese intentó cayó en el olvido porque, aunque precipitó la caída del régimen soviético, transportó al país de una tiranía a otra: de los jerarcas de la hoz y el martillo a los del capitalismo de rapiña y pillaje. Los ucranianos lo siguieron intentando y repitieron la gesta en 2004, esta vez con mayor resonancia mundial: lo llamaron la Revolución Naranja, y ahí fue la clase media naciente en las ciudades la que se interpuso ante el fraude electoral, posibilitando que la oposición ganase las elecciones.
Las reformas no tuvieron el alcance esperado, y las mismas elites se reacomodaron en su sitio. Pero las expectativas de cambio no dejaron de crecer, y así es como diez años más tarde cristalizaron en el llamado Euromaidan. Su detonante fueron los frustrados sueños europeos de parte de la población, pero acabó en un alzamiento nacionalista que depuso al presidente y contribuyó a una fractura del país nunca vista.
Pesimismo es una palabra demasiado grande para el momento presente. El país sigue siendo el mismo de siempre, pero los nubarrones se mueven. “Lo que se puede encontrar ahora en Ucrania es un equipo de políticos que ejecuta nuevas políticas gubernamentales con la ayuda de herramientas y estructuras viejas”, explica Ostap Kushnir, autor del ensayo ‘Ucrania y el neo-imperialismo ruso’. A pesar de las dificultades, hay logros en el haber del gobierno: “El más importante, la supervivencia de Ucrania como país” a pesar de “los ataques externos y las inestabilidades internas”.
Una Ucrania más occidental
La guerra ha rebajado algunas expectativas, pero la vida sigue y “Ucrania ha dejado de ser vista sólo como un campo de batalla entre Rusia y Occidente, o como un país subsidiado de Moscú que temporalmente ha salido de la órbita rusa”. En el campo de lo concreto, el Tratado de Asociación con la UE y el acuerdo para la liberalización del régimen de visados son dos éxitos anunciados hace demasiado pero alcanzados al fin: “A largo plazo, estos cambios han cambiado la orientación de Ucrania, moviéndola hacia el oeste”, opina Kushnir.
A esto se suelen contraponer los problemas de identidad: las intensidades nacionales distintas de este a oeste y las opciones lingüísticas distintas por todo el país. La escritora Anne Applebaum, autora del libro sobre Ucrania 'Hambruna roja', cree excesivo cuestionar, como se ha hecho, que estemos ante un país de verdad: “No creo que Ucrania sea más artificial que cualquier otro estado. ¿España es "artificial" porque Cataluña tiene un idioma diferente? ¿Es Gran Bretaña artificial? Dado el tipo de presión ejercida sobre el país en los últimos años, en realidad es sorprendente lo bien que lo ha sobrellevado”.
Para Ruslan Minich analista de Internews Ukraine, la de 2014 fue, de nuevo, otra “revolución sin resultados revolucionarios”, aunque sus logros “son mayores que los de las anteriores”, porque ahora el país “es más democrático” y la sociedad civil “tiene más peso a la hora de presionar a favor de las reformas y en contra de la corrupción”.
La resaca revolucionaria es muchas veces sonrojante. Activistas de partidos ultranacionalistas ucranianos conmemoraron este cuarto aniversario de las movilizaciones de Maidán con una manifestación y ataques a varios edificios rusos, entre ellos la sucursal de Sberbank, la gran entidad bancaria estatal de Rusia. También rompieron las ventanas de Alfa Bank y del Centro de Ciencia y Cultura rusa.
“Lo que el gobierno ha hecho particularmente mal es no saber estabilizar una sociedad en ebullición y convertirla en un activo del país”, critica Kushnir. La primera baja política del año ha sido una estrella extranjera invitada cuya luz ya se apagó el año pasado. El expresidente de Georgia Mijail Saakashvili no podrá entrar en Ucrania (donde llegó a gobernar la región de Odesa y a ejercer de líder opositor tras romper con el gobierno de Kiev) al menos hasta el año 2021. Saakashvili, tras varias escaramuzas con la policía, fue interceptado el 12 de febrero en Kiev y expulsado en cuestión de horas bajo el argumento de que se encontraba en el país de forma ilegal. El presidente, Petró Poroshenko, le había retirado la ciudadanía en julio de 2017.
La agitación sigue. Miles de manifestantes antigubernamentales salieron este domingo a las calles de Kiev, la capital de Ucrania, para exigir la destitución del presidente ucraniano, que a su vez acusa a Saakashvili de intentar organizar un golpe patrocinado por los aliados del expresidente ucraniano Viktor Yanukovich, respaldados por Rusia.
Una guerra sin solución a la vista
Pero de todas las asignaturas pendientes, es la guerra la más sangrante, en el sentido literal de la palabra. Rusia propuso el pasado septiembre en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas desplegar una misión de paz de la ONU en el este de Ucrania, donde desde aquel convulso 2014 se enfrentan las tropas de Kiev y los separatistas prorrusos impulsados por Moscú. La canciller alemana, Angela Merkel, y Poroshenko analizaron esta semana en una conversación telefónica las perspectivas para una posible misión los Cascos Azules en Donbas, la salida de los oficiales rusos del Centro Conjunto de Control y Coordinación y el intercambio más rápido posible de todos los prisioneros a ambos lados de la línea del frente. Pero los separatistas ya no son una fuerza uniforme, como se hizo evidente en un fallido golpe en Lugansk en noviembre de 2017. Moscú tiene que esforzarse periódicamente para poner orden.
Los acuerdos de Minsk, alcanzados en septiembre de 2014 y febrero de 2015, prevén un cese del fuego, la retirada del armamento pesado de la línea de contacto, intercambio de prisioneros y elecciones locales, entre otras medidas. Pero Poroshenko acaba de firmar una controvertida ley sobre el regreso de la región de Donbas a la soberanía de Kiev. Aprobada en enero por la Rada Suprema (Parlamento ucraniano), esta ley cataloga ese territorio como "ocupado" y otorga al presidente ucraniano el derecho a enviar al ejército a la zona en tiempo de paz para asegurar la soberanía del país. Esto confirma la intención de Kiev de resolver la crisis por medio de la fuerza, según el representante ruso para el conflicto en Ucrania, Boris Grizlov. En todo caso, aquellos que quieren serrar los dos territorios controlados por los separatistas con ayuda Rusia en el este de Ucrania parecen tener la iniciativa ahora.
¿Será algún día posible para Kiev volver a conectar con esas regiones del este, una tierra dolida por las bajas civiles y recelosa de un nacionalismo ucraniano que le es ajeno? Para Kateryna Zarembo, autora del libro sobre la juventud ‘Ukrainian Generation Z’, el norte de su país es el nuevo oeste. Desde su oficina de Kiev ha impulsado encuestas por todo el país para saber cómo piensan los ucranianos del futuro, los que ahora están estudiando y buscando su primer trabajo. “En respuestas a muchas preguntas, la juventud en el norte parece ser mucha más prooccidental, proeuropea, proucraniana y antirrusa que en oeste”.
En concreto, en el norte y en el oeste es mayor el porcentaje de jóvenes que se consideran completamente europeos, pero en Ucrania en general la apatía juvenil respecto a la política sigue siendo más alta que en otros países: un 45% de los jóvenes votó en las elecciones de 2014, mientras que en Polonia, Hungría y República Checa estos porcentajes son del 60%, 50% y 70% respectivamente. “El 95% se considera de nacionalidad ucraniana, aunque las diferencias en cuanto a la lengua persisten”. El uso del ucraniano está creciendo, pero el ruso es la lengua principal para tratar con la familia y el entorno tanto en el este como en el sur.
Algunas piezas del puzzle empiezan a encajar. Pero el suelo ucraniano es tan fértil en cosechas como en revueltas, y un nuevo temblor nacional puede rasgar la convivencia, prendida por los alfileres de la idea de ‘patria en peligro’ y el instinto de supervivencia.
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