Teódulo López Meléndez /// Tiempos de oscuridad
Si algo debería movilizarnos es ese llamado a ser hombres y mujeres
empeñados en encender al menos una vela para debilitar la penumbra que
porfía, y reconocernos
Cuando la oscuridad se instala, cuando metida en la piel de las horas que corren se vuelve cosa de todos los días, es difícil alzar la vista para ver más allá del presente. Equivale a estar perdidos en un bucle de tiempo, un instante que nunca pasa, que aprisiona. Es retornar al martirizado Tántalo, cuya eternidad se ha atorado en un hambre sin certezas ni cura, en el anhelo del fruto que ve, pero que ni siquiera logra tocar. ¿Cómo, dónde se consumó el extravío? Para el desesperado eso cada vez importa menos. El futuro, incluso el pasado remiten a una noción exótica y distante, algo que pierde significación en virtud del nudo, el aquí y ahora triturando cualquier expectativa.
Cuando la oscuridad se instala, cuando metida en la piel de las horas que corren se vuelve cosa de todos los días, es difícil alzar la vista para ver más allá del presente. Equivale a estar perdidos en un bucle de tiempo, un instante que nunca pasa, que aprisiona. Es retornar al martirizado Tántalo, cuya eternidad se ha atorado en un hambre sin certezas ni cura, en el anhelo del fruto que ve, pero que ni siquiera logra tocar. ¿Cómo, dónde se consumó el extravío? Para el desesperado eso cada vez importa menos. El futuro, incluso el pasado remiten a una noción exótica y distante, algo que pierde significación en virtud del nudo, el aquí y ahora triturando cualquier expectativa.
El
entorno hostil, fuente de insatisfacción endémica para el venezolano,
se volvió una tarasca que todo lo arropa, y que en la medida en que
progresa tiende a crear nuevas brechas, a tender nuevas celadas. Entre
otras cosas porque la polis ha perdido su rostro constructivo y sanador,
mermada en su capacidad de oponer cedazo al conflicto y dar curso a la
necesidad de asociarnos; desplazada por la sensación de que la básica
supervivencia es asunto que hoy precisa cada respiro (acá es inevitable
recordar a Huntington: aquellos a quienes solo preocupa su próxima
comida no se inquietan demasiado por las grandes transformaciones de la
sociedad). Sí, “la maldita circunstancia” -frase con la que el
cubano Virgilio Piñera retrató los nítidos atascos de la insularidad-
nos ha dejado a merced de un espacio y un tiempo finitos, ambos también
castigados por el desgaste en el tenor de nuestras apetencias.
Hay
que decirlo, sí, para librarse de una buena vez de ese íncubo que se
sienta en el pecho y no deja ni respirar: tanto despojo nos va quitando
las ganas de resistir. Se trata del estropicio íntimo, la procesión que
no se ve, que adentro se abre paso como clavo candente. A santo de la
imagen de un niño desnutrido (otro, otro cuerpecito seco dando cuenta
del descomunal abandono por parte de un Estado que a nadie garantiza
nada) alguien concluía recientemente: “da lo mismo que sea diciembre, en esta situación todos los días son igual de tristes”… se pide unidad, esperanza, solidaridad, tolerancia, pero, “¿cómo dar lo que no se tiene?”
Más que un terminante epitafio, hay allí un reto. “Todas las pasiones, hasta las más desagradables… nos hacen más conscientes de nuestra existencia, nos hacen sentir más reales”,
reflexionaba Lessing. Ya que el mundo exterior opera esta vez como un
carcelero diestro en el arte de taladrar nuestra interioridad para
hacerse también de ella, aún agujereada, sería un sinsentido ceder esa
última atalaya. Perdernos a nosotros mismos es, incluso,
estratégicamente inexcusable. Pero, atención: pues tal defensa pasa
además por evitar la pérdida de los referentes de humanidad. El “cuidado del Yo” del cual habla Foucault, práctica ética per se;
el cultivo de la resistencia individual en situaciones límite debería
hablar menos de una psiquis ensimismada que de un sujeto que al
conocerse y ser capaz de cuidar de sí, se ejercita también en la
eventual tarea de acoger al otro, de reconocer su dolorosa presencia.
Maniobrar
con la tensa puja entre el mundo externo e interno, entonces, parece
especialmente crucial cuando se sufren estos tránsitos, esta suerte de
tenebroso déjà vu. Recordemos que los tiempos de oscuridad
-lo advierte Hannah Arendt en su célebre compilación de ensayos sobre
figuras que trajinaron con las sombras de la primera mitad del siglo XX-
”no solo no son nuevos sino que no son una rareza de la historia”. Sin
embargo, “aún en los tiempos más oscuros tenemos el derecho a esperar
cierta iluminación”.
Hablamos de los
alcances de esa humanidad que florece inadvertidamente en las horas
menguadas; de esos seres capaces de arrojar una “luz incierta, titilante y a menudo débil”
sobre una época signada por la incredulidad en el porvenir, por el
desencanto y el retroceso anímico. Hombres y mujeres de excepción, sin
duda, capaces de trascender la catástrofe, el descalabro moral del
momento en el que están inmersos para revelarse -incluso a pesar de sí
mismos- con ideas, con obras, con su transgresora aparición. Nunca
faltan personas así cuando el escepticismo aprieta, y la historia lo
confirma. Una mirada atenta a nuestro contexto, de hecho, nos dice que
Venezuela no es la excepción.
Quizás cueste verlo, sitiados como estamos por la empalizada de la “maldita circunstancia”.
Pero si algo debería movilizarnos es ese llamado a ser hombres y
mujeres empeñados en encender al menos una vela para debilitar la
penumbra que porfía, y reconocernos. Todo indica que “nuestro presente es enfáticamente, y no solo lógicamente, el suspenso entre un no-más y un no-todavía”,
como diría Arendt; no es sencillo juntar bríos frente a tal
incertidumbre, pero recomponer la esperanza a punta de sensatez, no
rendirse, siempre será una bendita obligación.
Que el nuevo año nos ayude a descifrar cómo hacerlo.
@Mibelis
Teódulo López Meléndez
@tlopezmelendez
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