Andrés Hoyos /// Gases amigables

¿Sabía usted que el amoniaco tiene un gran potencial para mitigar el calentamiento global? Yo no tenía ni idea hasta que la curiosidad me puso a leer por ahí. El fétido gas no es el único amigable. Sume el propano, el isobutano y hasta el dióxido de carbono, así no crea útil este último.


 

La historia de tan sorprendentes metamorfosis se puede sintetizar así: pese a que Joseph Priestley descubrió en 1754 que el amoniaco poseía propiedades termodinámicas convenientes para la refrigeración, también tenía bemoles, como el olor, la incompatibilidad con el cobre y la toxicidad en grandes concentraciones, de suerte que ya en el siglo XX la industria del frío se inclinó por los clorofluorocarbonos (CFC). Sin embargo, en los años 70 se concluyó que al fugarse y ascender en la atmósfera estos gases destruían la delgada capa de ozono (O3), que absorbe entre el 97 y el 99 % de los rayos ultravioleta del sol, protegiendo así a nuestra piel de una epidemia de cáncer que podría ser devastadora. Sin ozono, no habría vida humana, pues prácticamente todos los expuestos al sol padecerían de cáncer en la piel.

Listo, entonces se lanzó una campaña, que culminó en el Acuerdo de Montreal (1987) para sustituir estos gases por otros, conocidos como hidrofluorocarburos (HFC), inocuos para el ozono pero letales en materia de calentamiento global, hasta el punto de que su efecto se calcula entre 1.000 y 9.000 veces más potente que el de una cantidad equivalente de CO2. Dado el colosal error de la industria, fue necesario que en 2016 representantes de 170 países firmaran en Kigali, Ruanda, una enmienda al Acuerdo de Montreal, para ahora sustituir los sustitutos en forma gradual, primero los países ricos, después todos los demás. ¿Qué se usaría en su lugar? Lo adivina usted: el fétido amoniaco propuesto originalmente por Priestley o el propano, el isobutano e incluso el dióxido de carbono. Se trata de una industria en desarrollo que promete muchos puestos de trabajo y muchas ganancias.

La pregunta obvia es qué estaban pensando los científicos y los técnicos que en 1987 propusieron una solución tan deletérea como los gases HFC para salvar la capa de ozono. ¿No investigaron un poco antes de incurrir en un riesgo ambiental de semejantes proporciones? ¿Por qué debieron pasar 20 años con un potencial destructivo tan grande de los métodos de refrigeración —latente en todas partes, aunque por fortuna todavía no realizado—?

Todo lo anterior significa que un factor clave en la salud del planeta depende de los aciertos o errores que se cometen en la investigación científica. El otro factor clave es la velocidad a la que se pueden implementar las soluciones, una vez aceptadas por una cantidad suficiente de científicos. Porque para la mayoría de los más graves problemas ambientales ya hay, al menos sobre la mesa, soluciones viables de costo accesible. Está claro, por ejemplo, que la reducción en el desperdicio de comida o la abundancia de vegetales en la misma, sin por ello prohibir la carne, tendrían efectos benéficos masivos. Lo mismo está claro en el abandono de la leña para cocinar, sustituyéndola por estufas eficientes de otras tecnologías. Sin embargo, nada que arrancan estos programas con fuerza, como el que sí se logró para salvar la capa de ozono o para desarrollar en tiempo récord las vacunas contra el COVID-19. ¿Qué falta, algún susto colosal que nos ponga a todos en movimiento? No se sabe.

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